De costumbres épicas

El Pepe

No se me ocurre algo que me emocione más, o al menos tan inmediatamente, tan espontáneamente, que la épica deportiva.

Cuando era chiquito leí, en un cuaderno lleno de recortes de Ferro que mi viejo había ido pegando a lo largo de décadas, un artículo de El Gráfico titulado Gracias, tribuna, gracias… Era una nota escrita con la sensibilidad de quien tenía mucha cancha encima, mucho amor por alguna camiseta encima, pero, sobre todo, mucha sensibilidad ante la épica deportiva y la gesta fallida, ese milagro deshilachado que igual sabe a orgullo orgánico, puro. Cuatro parrafitos, media página dedicada a destacar el impulso de los jugadores de Ferro, quienes, derrotados y eliminados en un playoff allá por los 70, habían transpirado sus últimas gotas de sudor acercándose a la popular para ofrendarles sus camisetas a los hinchas que los habían ovacionado por tamaña entrega; por haberlos hecho creer, ilusionar, soñar y, en rigor, vivir un sueño de título que jamás habían tenido hasta entonces.

Yo leí ese artículo decenas de veces, y en cada una de aquellas lecturas me emocioné. Porque recorriendo sus líneas vivencié esa noche agridulce, me sentí uno de los cientos que estuvieron en aquella tribuna, y porque la belleza del texto despertaba en mí una fibra que me empujaba a escribir. Soñé con convertirme en periodista para algún día firmar una nota así. Para algún día emocionar, inspirar, a un hincha lector como yo. Hacerlo sentir identificado. Entendido.

Creo también que fue a partir de ese texto que desarrollé una sensibilidad irremediable ante las épicas deportivas. Las consumadas, y las truncas. Se me viene a la cabeza Maradona contra Brasil en Italia 90, siempre Maradona, tatata, en un tobillo, con toda su aura brillando otra vez, renacido, y lloquireo. Me acuerdo del vóley y el básquet en varios Juegos Olímpicos de Atlanta 96 para acá, en horarios de cama o sillón y soledad, metiendo algún home run, y se me eriza el alma. (Los Juegos Olímpicos no fallan: siempre convidan algún tipo de grulla). Y más cerquita, recuerdo seguir, encuarentenado, al Leeds de Bielsa, enterito el campañón sin corona, muchas mañanas de sábado café en mano, viendo esas canchas lindas, donde siempre me parece que allá es antes del mediodía, y me quiebro; y después lloro recordando el gol de Pablo Hernández que significó el ascenso y la redención completa del Loco. El Leeds, equipo que alguna vez supo prepotear a los grandes, ser protagonista y campeón, ya 16 años en Segunda sin siquiera fliltear con volver a ser: vaya puntos de contacto que potenciaron mi entusiasmo con aquella causa con final feliz e idílico. De película. De hecho luego hubo documental, y muy bueno por cierto.

Acaso estas excepciones de la lógica también tengan que ver con pequeñas licencias de la matrix, que cada tanto le tira una sortija a los desposeídos, y nos frena en la puerta de la resignación, cuando estamos ahí nomás de dejar de creer en un mundo condenado a las injusticias en los que siempre o casi siempre ganan los poderosos o los mismos o es lo mismo.

Pero volviendo a los recuerdos de épica deportiva, hay uno en particular que me conmueve particularmente. Y es la tarde en que escuché a Víctor Hugo (siempre con un lunarcito verde en su corazón y su inolvidable garganta) relatar los 4 goles que le metimos a Boca en Caballito. Los festejé pegándole a la almohada en mi pieza, porque no me habían dejado ir a la cancha. Llorando de emoción, aunque siguiéramos en mitad de tabla o por ahí. Para los hinchas de clubes chicos, y sobre todo en los 90, ganarle a Boca o a River era lo más cercano a la sensación de salir campeón a la que se podía aspirar. Eran campeonatos aparte. Con River perdíamos siempre. A Boca le ganábamos o empatábamos muy seguido (el 3-1, el 1-1 con ese golazo de Bustos en la Bombonera, y exagerados etcéteras). Llegamos a repetir que lo teníamos de hijo. Uno iba, por aquel entonces, y ni hablar en los 80, con cierta esperanza a jugar contra Boca. Se lo tuteaba sin vergüenza, y no por caraduras.

El último partido por Copa Argentina no lo vi. Me fui al cine. Cuando salí, mi viejo había puesto en el chat familiar un comentario ambiguo. Lo primero que pensé era que habíamos perdido. Pero no. Habíamos goleado. Y entonces se venía Boca. Más de 20 años después. Con River ya habíamos jugado (y no ganado, por supuesto) a lo largo de este purgatorio interminable que es el Ascenso, durante el cual jamás supe nada de ningún rival, en un mecanismo de negación tan básico como efectivo. Ferro es muchas cosas en mi vida, pero sobre todo es mi infancia y mi adolescencia, y durante dichos años (y de ahí para atrás también, claro) Ferro era de Primera.

Con River habíamos jugado, sí, incluso con Independiente, Huracán, Argentinos, Platense, Gimnasia, Central y alguno más, en lo que significaron migajas de nostalgia, de volver a recordarnos que hubo un tiempo que fue hermoso. Pero con Boca no…

Hace un tiempo releí ese cuaderno que mi viejo había llenado de recortes y que yo fui completando con diarios del período correspondiente a mi más exaltado fanatismo, entre los 6 y los 17, calculo. Recuerdo que la mayoría de mis recortes eran de triunfos contra Boca. Ya había más Olé que El Gráfico. Llevo mucho tiempo sin leer diarios en papel, menos aún comprándolos. Me crié saboreándolos, sobre todo los domingos, una actividad que empezaba a la mañana y terminaba a la noche, por capas, una rutina que me encantaba y a la que la tecnología y la cultura de la inmediatez fulminó. Pero, pienso, quizá, en una de ésas, haya espacio para retomar el ejercicio. Las épicas deportivas, y más si son protagonizadas por tu cuadro, maridan bien con desempolvar ciertas viejas costumbres…

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