Desde pibe, ir al Templo era una fiesta.
No importaba la categoría ni la posición en la tabla, lo que importaba era ir a la cancha en el Fiat gris perla con mi viejo. Dejarlo a 4 cuadras y caminar por Espinosa, con esa mezcla de sabores dulces que destilan las previas. Porque las previas son lo más. Un viernes a la noche, o cuando hacemos las valijas para un viaje. Lo que pasa después, aún un resultado, no borra la nostalgia de las previas.
Era una fiesta ir a ver a Ferro. Porque es Ferro, y porque mi viejo me abrazaba en cada gol. Era duro mi viejo para demostrar afecto, lo expresaba de mil maneras pero nunca físicamente. Tal vez porque en su generación no se le permitían a los hombres las caricias, el llorar por nada o estrujarte entre sus brazos sin un porqué, solamente porque te quiero. Pero en la cancha mi viejo me abrazaba en cada gol y yo descubría una versión suya inédita para el resto de la vida.
Lo que es la herencia, a mi me pasó algo parecido. Quizás soy un poquito más demostrativo, pero hasta ahí. Trato de hacerlo con acciones, a veces escribiendo. Pero también me cuesta mucho abrazar por el simple gusto de expresar el enorme cariño que siento.
Por eso ir al Templo sigue siendo una gran fiesta para mí. Por todos los abrazos con mis hijos, con los amigos de mis hijos, con mis amigos.
Maldigo todo esto que pasa. No es por miedo. Es que me estoy perdiendo muchas previas. Y sobre todo, muchos abrazos.