Estoy en el piso. Estamos. Nos acostumbramos a gritar goles desde la platea, pienso, que de golpe nos sacude un gol y terminamos patas para arriba en suerte de montonera, abrazados, siempre abrazados, cerrando los ojos para mitigar un dolor que, qué va, no duele un carajo.
Quizás nos falte timming para calcular el ancho de los tablones de cemento (déjenme superar el duelo a mi tiempo), quizás hace rato no gritábamos tanto un gol. Quizás nos haya ganado la euforia del estreno, ese estreno de tribuna sufrido y demorado, a lo Ferro, porque acá nada es fácil y si pinta fácil hay un Bazan dispuesto a hacerse echar para no perder la mística.
En la vida real no me abrazo mucho con mi viejo, por no decir nunca. Y sin embargo ahí estamos, Ferro mediante, estrujándonos en el hormigón alargando la o del grito sagrado, levantándonos de a poco, y de a cuatro, y dale dale dale oé, que hoy te vinimos a alentar y todo eso que Mateo, de 11, no canta, porque me está mirando preocupado de refilón antes de preguntarme si está todo bien, si me lastimé en ese festejo compartido con Javi y con mi viejo, que ya no está para aterrizar de espaldas en el concreto por más camperas que lo amortigüen. Sí, Mate -le digo acongojado apenas girando la cabeza-, todo está bien (hay brillo en los ojos que se pueden disimular).
Pasa que somos de Ferro, y a nosotros –quiero explicarle después-, nos cuesta mucho todo. Hacer una tribuna, ganar un partido o dar un abrazo.
