El chino probó de todo (por dos pesos): supermercado, tintorería, tenedor libre y demás. Luego de tanto peregrinar, adaptó una tradición milenaria: gritar goles con la encía. Con la lengua. Con la amígdala campaneando el grito menos autoritario de todos los gritos. El chino es futbolista de profesión y delantero de etnia. Los más osados aseguran que su tatarabuelo llegó en barco desde Mianyang luego de 132 días y, sin demorar una hora más, instaló un parripollo en Granaderos y Neuquén.
Este chino no te da el vuelto en caramelos. Tampoco apaga la heladera. El chino no tiene los ojos estirados producto de un carioca con los pibes en la plaza. Regala algo más que secas de buen juego: es perspicaz para pivotear, pica al vacío con astucia y almacena certezas cuando llega el momento del pié a mano con el arquero. Con el arco en la nuca, depura ladrillos y devuelve la globa con tino. A este chino no le afecta el huso horario. Optimiza el efecto jet lag.
El chino es prolijo como las mejores piezas de sushi oriental (la patria arrocera garantiza que su invención fue en esas tierras) y picante como wasabi verde. Convence desde una estética moderna pero antigua. Este chino está de moda a lo Mao Tse-Tung acá por Caballito. Es tan gentil que te espera para ir a comprar comida por peso (lo desvela el bandejeo del almuerzo) con el mismo altruismo con el que arrastra marcas. El equipo recobró la posibilidad de sutileza con su presencia.
Al chino le dicen chino pero se llama José Vizcara. Nació hace 31 años en Rosario, Santa Fé. Es Monet dibujando impresionismo. Emociona como unos vermicellis TQP (tuco, queso, pesto) de Pippo. Es dignidad en un basural a cielo abierto. Hace la diferencia como molleja en un asado. Va contra el paradigma del puntito valioso que postula el DT; es justicia social en plan de lucha. Si trabajara de panadero y le pidieras una docena de lunas, pela un pincel y te las vuelve a pintar con almíbar. Pero, luego de transitar varios oficios, acogió el de jugar y hacer jugar.