Cuando sale Ferro a la cancha no salen solo 11 camisetas verdes. Sale también mucha magia oculta: los abrazos de padres/hijos/amigos haciendo equilibrio entre los escalones, el recuerdo de aquellos viajes kilométricos visitando destinos insospechados, la fragancia a “flores” que flota y te impregna la tarde, una puteada bien puesta en tiempo y forma, el peregrinaje previo por Avellaneda.
Cuando sale Ferro el tiempo se para y te transporta a la infancia. A una tarde nublada y fría compartiendo con tu viejo un café Sorocabana de vasito de cartón y la platea con visera naciendo, a los frenos hidráuliscos del Goma, a los culazos de la Chancha y los goles oportunistas del Turco Weber. Cuando sale Ferro la cabeza te da 2 vueltas mientras sonríen el Beto Mágico, Juan Domingo Antonio cruza la cancha con elegancia zurda y Cacho nos guiña un ojo desde un paraíso verde con una venda de capitán en la cabeza. Cuando sale Ferro a la cancha, salen los pies izquierdos lustrosos de Bustos, López, Piaggio y el Huevo Acuña. Y los de la última olímpica de Maschwitz con el Pupi a la cabeza.
Cuando sale Ferro a la cancha se resetea la ilusión que nos condena, el músculo no duerme y la ambición no descansa. Volvemos a ser fieles creyentes cuando un rato antes éramos fervientes ateos. No somos ni ricos ni pobres, lo material se transforma en vulgaridad. Cuando sale Ferro no existe grieta, la que había entre los tablones de mi vieja popular se fue para siempre y ya nunca más nos azotará el chiflete del invierno que ahora extrañaremos.
Si la verdadera felicidad son apenas momentos muy breves, es eso justamente lo que sentimos cuando sale Ferro a la cancha.